La carta enviada ayer por Mario Vargas Llosa al presidente Alan García con su renuncia a la presidencia de la comisión del Lugar de la Memoria, como una expresión de protesta por la amnistía encubierta decidida por su gobierno a los violadores de derechos humanos en el Perú, constituye una lección de dignidad, ética y democracia.
Esto es particularmente importante en un contexto de modorra moral que afecta a varias entidades y personas relevantes del país que hoy están más interesadas en una buena relación política y comercial con el gobierno, antes que en la defensa desinteresada de valores distintos a los de la bolsa de Lima.
Vargas Llosa coincide en su carta con las reacciones ante este escándalo que se han producido por parte de un conjunto diverso de instituciones como el Relator de la ONU, la CIDH, la Conferencia Episcopal y la Defensoría del Pueblo. Asimismo, por los fiscales, varios medios –con la excepción de aquellos que tienen la convicción de que el respeto a los derechos humanos no debe ser un obstáculo para la estabilidad económica–, y un amplio número de personas que firmó el comunicado ‘Ante un nuevo atentado contra el estado de derecho’, encabezado por Julio Cotler, Pilar Coll y Salomón Lerner Febres.
La respuesta del gobierno a dichas reacciones fue variando desde la indiferencia, la negación de lo evidente, y hasta el respaldo abierto a esos decretos hechos específicamente para la promoción de la impunidad de violadores de derechos humanos, incluyendo a los integrantes del grupo Colina, Alberto Fujimori, Vladimiro Montesinos y varios otros delincuentes.
Todo esto estuvo sazonado por la prepotencia crecientemente desequilibrada y majadera del ministro –ojalá que solo hasta hoy– Rafael Rey, quien se convirtió en la punta de lanza de la impunidad para los violadores de derechos humanos.
Sin embargo, la carta de Vargas Llosa, por su sólido prestigio nacional e internacional, confrontó de un modo ineludible al gobierno del presidente García con sus pactos de impunidad, obligándolo a retroceder y proceder, en el acto, a iniciar la derogación de los decretos y a despedir a Rey, quien se ha convertido en símbolo de la escasa convicción democrática y ética que ha mostrado el gobierno, una mancha que no podrá ser borrada ni siquiera por esta ‘rectificación’ que no es por convicción sino forzada para evitar un desprestigio mayor.
El país le debe a Mario Vargas Llosa un agradecimiento legítimo por su disposición para, como en este caso, poner su prestigio personal a favor de la defensa de principios fundamentales de una democracia como, sin duda, son los derechos humanos.
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