domingo, 22 de mayo de 2011

PERIODISTAS, Y NO VELETAS

Patricia Montero es una profesional seria, responsable y talentosa, que hasta hace muy pocos días cumplía funciones como productora general de Canal N. Junto con su equipo de trabajo, fue la principal responsable de sacar adelante en el último tiempo a este pequeño pero significativo canal de noticias por cable, crucial en el desvelamiento de los excesos dictatoriales y cleptómanos del gobierno de Alberto Fujimori. Para compensar la falta de recursos económicos y logísticos a su disposición, supo aplicar un sistema de trabajo que combinaba mucha creatividad y una dosis heroica de sacrificio y mística grupal. En el mundo del periodismo peruano, nadie ha hecho tanto con tan poco.

En contra de cualquier lógica, el miércoles de la semana que se va, Patricia, a quien conozco desde que formábamos parte de la hornada de jóvenes que dio vida a las primeras transmisiones de Canal N, fue despedida. En vez de un premio por todos estos años de lucha contra la adversidad, ejerciendo un periodismo limpio y plural, los directivos del diario El Comercio, dueño de la mayoría accionaria de América Televisión y Canal N, decidieron retribuirle con un portazo en la cara.


¿Por qué actuaron de esta manera? Según la explicación oficial, porque han decidido contar con periodistas de su confianza en puestos claves. Difícil creerlo justo ahora, en plena segunda vuelta electoral, luego de que Patricia se desempeñara por ocho largos años como productora general. Yo me inclino más bien por aquello que le sugirió el funcionario que formalizó su despido: que era «por el bien del país». Dicho sea de otro modo, y en palabras del Instituto Prensa y Sociedad: «por la decisión del Grupo El Comercio de disciplinar a sus medios para apoyar informativamente la campaña de Keiko Fujimori».


¿Cómo debemos interpretar este despido quienes todavía trabajamos en Canal N o América Televisión? ¿A partir de ahora, cada vez que propalemos una noticia deberemos hacerlo tomando en cuenta lo que los propietarios consideran «el bien del país», es decir la candidatura de Fuerza 2011? ¿Acaso no es nuestra obligación informar sin consideraciones de esta naturaleza, respondiendo solo a nuestras conciencias, a los principios rectores de la profesión, a los lectores y televidentes, y no a intereses subordinados? ¿Qué autoridad tiene el periodismo para escardar el trigo de la paja, distinguir el remedio de la enfermedad, decidir qué conviene mostrar y qué no? Ninguna, está claro. Decir lo contrario sería un acto de soberbia colosal o, lo que es peor, asumir un papel penoso: el de publicista de una alternativa política conveniente, que deja el periodismo para tiempos más amables.


Todo lo dicho hasta aquí es alarmante y no puede ser tolerado. Cuando un periodista informa debe propender a la objetividad, a presentar, dentro de las limitaciones del ser humano, el retrato más fiel de la realidad. ¿Qué habría pasado si el director y la dueña del Washington Post, Ben Bradlee y Katherine Graham, hubieran manejado la misma concepción instrumental del periodismo que ocasionó la salida de Patricia Montero? ¿Habrían autorizado que Bob Woodward y Carl Bernstein hurgaran en el escándalo de Watergate hasta generar la tremenda crisis política que siguió a la renuncia de Richard Nixon a la presidencia de los Estados Unidos, en 1974? ¿Se habría animado Canal N en el 2000 a publicar el video donde se veía a Vladimiro Montesinos sobornando a Alberto Kouri por encargo del presidente Fujimori, para hacerlo cambiar de bancada y obtener la mayoría en el Congreso?


Trabajo como periodista hace 18 años, 12 de ellos en televisión. En todo este tiempo he aprendido que para un hombre de prensa no hay peor infección que la autocensura, y que las amenazas más difíciles de capear provienen del interior de los propios medios, y no de afuera. También que en los momentos cruciales de la historia, cuando la continuidad democrática se ve amenazada por tentaciones autoritarias, el simple ejercicio de la información, transparente y sin adjetivos, es una apuesta radical.


La propuesta sobre medios de comunicación del plan de gobierno de Ollanta Humala, que he criticado y criticaré cuantas veces haga falta, parte de un error: asume que la libertad de expresión debe subordinarse a los intereses de la nación. Es un contrasentido bastante evidente: ¿cómo podemos hablar de libertad si a veces, en nombre de un bien superior −la patria− conviene callar y hasta manipular la noticia? Ningún periodista serio y honesto podría suscribir esta ideología, que tanto ha servido a autócratas como Hugo Chávez en la domesticación de ese incómodo fiscalizador que es la prensa independiente.

Por eso hacen muy mal quienes, preocupados por las amenazas de turno, callan y hacen callar. Porque para protegerse incurren en los mismos abusos que tanto temen. ¿Con qué autoridad podrán luego criticar a Ollanta Humala, si este efectivamente sale elegido, y opta por el camino de la censura y el amedrentamiento? ¿Y si la elegida es más bien Keiko Fujimori? ¿Habrá espacio para la crítica, o solo para la amable convivencia? ¿Qué pensará la ciudadanía de un medio que juega y esconde la carta de la libertad de expresión de acuerdo a los devaneos de la coyuntura, y no muestra una línea de conducta proba y coherente?


Como muchos colegas de Canal N y América Televisión, pienso que el silencio no es una alternativa. Hay que seguir hablando claro, mientras se pueda. Para eso somos periodistas, y no veletas.


Por Raúl Tola

Fuente: larepublica

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